Dan las doce en el reloj de la estación, las
dos manecillas están juntas en el número doce, arriba, en lo más alto, como un
solo brazo elevándose para hacer el saludo fascista: ¡Arriba España!
Cuando dan las doce en el reloj de la estación, un hombre encorvado se dirige al
bar Lombilla, ese oasis donde sacian su sed alemanes henchidos de esvásticas,
italianos ebrios de imperio, violentos falangistas orgullosos de su revolución y
algunos conspiradores que, desde que la ciudad cayó en manos de los militares,
sólo piensan en una cosa: acabar definitivamente con Queipo de Llano, el Señor
de Sevilla.
Por estar situado frente a la estación de
trenes de la ciudad, es el bar Lombilla un lugar de encuentro de viajeros que
cruzan caminos y desconfiadas miradas mientras beben una copa o intentan
despertarse con el desagradable café de achicoria. El bar Lombilla huele a
altramuces, coñac barato e intriga. Huele a muerte sin que llegue a saberse
todavía si será la del objetivo o la de los confabulados. Los confabulados son
tres, y ya se irán conociendo.
De momento, ya ha aparecido el primero de
ellos que es, quién lo diría, el hombrecillo doblado de antes que viene sin
dormir, y bien que se le nota en la cara, por culpa de los malos sueños. Este
hombrecillo que anda agachado y que ahora traspasa la puerta del bar haciendo
una aparición, si no estelar como las estrellas del cinematógrafo, sí al menos
llamativa, es el zapatero Julio Castro, que anda como anda, ahora se entiende,
porque los huesos de su espalda no son demasiado fuertes y han claudicado ante
el embate continuo de su oficio. Como su abuelo antes y su padre después, Julio
Castro es, y a mucha honra, zapatero remendón. Y como su padre y como su abuelo
anda torcido, pues además del oficio ha heredado la tara. Julio Castro es, en
fin, la avanzadilla de esa heroica patrulla de héroes republicanos que se reúnen
cada día y que suelen disimular su verdadera vocación dando ostentosas muestras
de patriotismo. Entra, pues, Julio Castro en el bar, tembloroso aún por la
extraña pesadilla que ha incomodado su sueño y, como todos los días, al igual
que sus compañeros ejecuta con maestría de actor experimentado una rutinaria
coreografía dirigiéndose hacia la barra donde siempre está Lombilla, gigante
cántabro afincado en Sevilla, propietario de este negocio y fiel amigo del trío
conspirador. Lombilla, que es como todos los parroquianos lo conocen sin que
ninguno haya llegado a saber todavía cuál es su nombre de pila, está junto al
tirador de cerveza, como haciendo guardia. Julio llega, se sitúa delante de este
corpulento santanderino de manos como hogazas de pan, pide una copa de fino y
saluda a la concurrencia con alegría, como dando a entender que él no tiene nada
que esconder. Después, se sienta en la mesa que comparte con sus camaradas de
quimeras justicieras. No tiene que esperar mucho Julio porque apenas unos
minutos después que él llegan sus fieles amigos que, tras la preceptiva y
simbólica genuflexión ante el altar laico del tirador de cerveza, una vez
recibida la bendición alcohólica de Lombilla, se sientan al lado de Julio y su
ya menguada copa de fino. Los tres juntos conforman un trío de valientes
mosqueteros que han decidido luchar, no por un rey como aquellos de la
literatura, sino por algo más grande: por la Libertad. Al menos, ésa es su
intención. Aunque por ahora sólo hablan, no dudan de que pronto, muy pronto,
trazarán un plan infalible para matar al general Queipo de Llano.
Hoy no tienen que hablar con el cuidado de
siempre porque el bar está prácticamente vacío. Toda la ciudad está en la calle.
Desde el 18 de julio es el primer día que los sevillanos han salido en grupo de
sus casas. Es 15 de agosto, festividad de la patrona de Sevilla, la Virgen de
los Reyes, y ha venido el mismísimo Franco para arriar la bandera republicana
del Ayuntamiento de la ciudad e izar, junto al conquistador de Sevilla, Gonzalo
Queipo de Llano y Sierra, la monárquica bicolor a los acordes de la Marcha Real.
El color morado de la bandera ha sido borrado con este simbólico acto poniendo
en su lugar una franja roja, otra más. «¡Sevillanos! Ya tenéis aquí la gloriosa
bandera española…», dice Franco mientras izan a cuatro manos este nuevo
estandarte más rojo, como manchado de sangre. Antes, claro está, la han besado
convenientemente; quizá les agrada el sabor de la sangre. Después, se ha
celebrado la procesión de la Virgen de los Reyes presidida por el cardenal
arzobispo de Sevilla. Y mientras el cardenal pasea orgulloso por las calles
exultantes de patriotas con el brazo levantado como anhelantes cetreros que
esperaran la vuelta de una rapaz victoriosa, Julio Castro, con el susto
resbalándole todavía por la arrugada frente, relata su extraña pesadilla.
—¡Una lluvia de obispos! ¿Os dais cuenta de
lo que eso significa? —Julio, esperando que su historia cale en los cerebros de
sus contertulios, hace una pausa antes de seguir gritando, con voz trémula, el
apocalíptico sueño. Aunque cree haber recibido de pronto el don de la profecía,
y se ve a sí mismo como un casto José tabernario que supiera interpretar con
certera destreza la espeluznante escena de obispos lloviendo bocabajo, la
reacción de sus amigos no es, sin embargo, la que cabría esperar dada la
enormidad de la terrorífica pesadilla—. ¡Obispos bocabajo clavándose en la
tierra! ¿Pero es que cabe pensar un augurio peor…? ¡Me cago en Dios bendito!
Julio dice mucho ¡me cago en Dios
bendito! Es una costumbre como otra cualquiera que ahora, por los tiempos
que corren, dosifica bastante. No sería descabellado pensar que allá, en la
intimidad de su destartalado taller, clavara Julio las tachuelas de los zapatos
a golpe de blasfemias. La pregunta que acaba de hacer, no obstante, cae sobre la
mesa contundentemente, no como un obispo con pincho en la cabeza (¡gracias a
Dios!), pero sí con clara vocación de protagonismo. La pregunta de Julio que ha
caído sobre la mesa tajante, rotunda, categóricamente, gira en torno a ella
buscando su sitio como si quisiera unirse al trío justiciero para matar a
Queipo. La pregunta de Julio, verdaderamente, no importa a nadie. Ninguno de sus
amigos, en este raro e incierto negocio de muerte y salvación, manifiesta miedo
o tan sólo sorpresa ante las graves revelaciones oníricas. Realmente, su
horrorosa pesadilla no ha causado en sus amigos una quiebra emocional. Julio
llega a esta certeza cuando observa que ninguno de ellos suda como él está
sudando y, sobre todo, cuando los dos comienzan a reír ostentosamente. Ese
tremebundo final que la lluvia de obispos sin duda vaticinaba, ha quedado al fin
reducido a un simple chiste. Julio, ante este panorama, no tiene dudas: se
yergue sobre la silla, pide a Lombilla otra copita de fino y se dispone a
olvidar. En contra de lo que podría pensarse, cuando está sentado a la mesa
Julio Castro mantiene el cuerpo totalmente erguido, con porte casi
aristocrático.
Los compañeros de Julio Castro, los que ríen
el dudoso chiste de los obispos que se clavan en el suelo, son, según están
situados en la mesa y siguiendo con estricto respeto el sentido de las agujas
del reloj faccioso de la estación, Leonardo Cañizo («Para servir a Lenin y a
usted»), y Adolfo Morcillo («Para no servir ni a Dios ni a la Pasionaria ni a
usted, ni a nadie»). Poca información es, ciertamente, esta sobre unos héroes
futuros con tan altas aspiraciones, aunque de momento tendrá que valer. Por
ahora baste con saber que Leonardo y Adolfo tienen motes; ya habrá tiempo de
conocerlos mejor.
En efecto, como el triángulo con ojo sobre
la cabeza de Dios, los apodos de Leonardo y Adolfo son sus atributos
inseparables. Leonardo es conocido como Chico sin que su estatura, que se ajusta
convenientemente a la media nacional, justifique en modo alguno el remoquete y
sin que su notorio desagrado hacia él consiga que le llamen por su nombre. A
Adolfo, por su parte, que mide tanto como Leonardo, o tan poco, según se mire,
una tara que arrastra desde la guerra de África unida a la falta de imaginación
de sus compañeros de armas lo convirtió en el Mudo. A diferencia de Leonardo,
lejos de enfadarse porque lo llamen así, Adolfo, el Mudo, lleva su mote con
orgullo, como si en vez de un alias le hubieran colgado del pecho la Laureada de
san Fernando. No es raro que el Mudo se deje llevar en estas reuniones por su
espíritu guerrero y, cuando se trazan las líneas maestras del atentado contra
Queipo, poseído por los recuerdos se ponga a narrar (a su manera, claro), cómo
fue que un hijoputa moro le rebanó el cuello cuando él, en un arrebato
de valor sin precedentes, se infiltró en el campamento enemigo para robarles las
armas a los moros mientras dormían.
Aunque aún no se haya dicho, también Julio
Castro tiene su apodo: el Bigotes, cuyo origen vodevilesco se remonta a su
alocada juventud y a un pasado de donjuán que le hizo salir corriendo de más de
un dormitorio conyugal ajeno. Julio, que de no ser por su mal de espalda le
sacaría dos o tres dedos de altura a sus compañeros, hubo un tiempo en el que
hacía algo más que arreglarle los tacones gastados a las botas de sus clientas.
Aún se recuerda aquella vez que anduvo disfrazado durante toda una semana con un
antiguo frac de su abuelo y un enorme e inverosímil bigote pintado con carbón.
El bigote a Julio le recorría la cara casi de oreja a oreja. Según se cuenta,
sin que él se haya preocupado de confirmar o desmentir la veracidad de la
historia, Julio se disfrazó para evitar que un marido mosqueado, enorme
descargador del muelle y pertinaz sabueso, diera con él buscándolo por todo el
centro de Sevilla. Al final, despistó al marido celoso pero le quedó para
siempre el sobrenombre, como un estigma de sus malos hábitos.
Hoy le ha tocado a él, a Julio, el Bigotes,
este mal trago de tener una sudorosa pesadilla evocadora de las peores
catástrofes. En otras ocasiones, sin embargo, desde que Queipo de Llano entró en
la ciudad de Sevilla (¡Mal rayo le parta!), han sido ellos, Leonardo y Adolfo,
Chico y el Mudo, los portadores veraces y consternados de unas malas nuevas
dadas a conocer, ni ellos sabrían decir gracias a qué ocultos sortilegios, en
sus sueños. Leonardo Cañizo ya soñó, cuando la primera visita de Franco a
Sevilla justo diez días después del golpe militar, con que a todos los
sevillanos, sin excepción, un extraño y furibundo viento les arrancaba de cuajo,
entre cegadores remolinos de polvo, sus brazos derechos y todos subían hacia el
cielo como una inquietante bandada de pájaros con dedos para terminar posándose
en las invisibles ramas del cielo y saludar, con perfección alemana, a Dios, a
un renacido Dios fascista que no podía contener sus lágrimas por la emoción ante
tantos brazos alzados y rompía a llorar una lluvia infinita de agua corrosiva
que acababa por ahogar a todos los mancos incapaces de nadar con un solo brazo;
izquierdo, para más inri. También él pensó que había descubierto América, que su
sueño era un mensaje desolador que les anunciaba que debían perder toda
esperanza. También a él le duró esta sensación, como ahora a Julio, el Bigotes,
lo que se tarda en tomar una copa de fino. O de cerveza, que es lo que toma
Leonardo y lo que ya le ha servido hace un rato Lombilla, que para eso es uno de
sus mejores clientes. Y nueve días después de la primera visita de Franco, y
nueve antes, qué casualidad numérica, de la que se está produciendo hoy mismo
con motivo de la sustitución de la bandera, Adolfo Morcillo conoció también el
infernal mundo de las pesadillas nocturnas. El día 6 de agosto, cuando Franco
volvió a Sevilla para establecer su cuartel general en el palacio de Yanduri,
Adolfo tuvo horribles pesadillas, macabras mensajeras anunciadoras del fin más
doloroso. Aunque consta en los inexistentes diarios de sesiones de este sanedrín
tripartito, la pesadilla que amargó la noche y parte del día a Adolfo, el Mudo,
ha quedado bien guardada en la caja fuerte de su memoria. Ni él movió una sola
mano para contarla, ni ninguno de los otros se interesó mayormente en saber de
qué se trataba. Daba igual; de conocerla, el efecto habría sido el mismo que
tuvo la de Leonardo y el mismo que ha tenido hoy la pesadilla de Julio. Todos
han soñado y el susto les ha durado lo que las primeras risas y las primeras
copas. Y hoy la cosa no va a cambiar, que Julio ya lleva dos, o quizá sean tres
copas de ese fino que le sirve Lombilla y que le ha hecho olvidar,
prácticamente, la siniestra pesadilla de obispos cayendo bocabajo. De más sabe
él, y lo saben los otros dos, que el peor sueño es el que están viviendo desde
el 18 de julio. Las otras pesadillas, son conscientes de ello y por eso se ríen,
sólo son redundancias.
De “El hombre que mató a Queipo de Llano”
(XXXIII Premio de Novela Corta Casino de Mieres). Publicado por la editorial AUTORES PREMIADOS, septiembre de 2013.
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